Erase una época en que dos amigas cruzaron sus caminos en un país extranjero, se encontraban solas y sin familia, y probablemente esto fue lo que las hizo inseparables.
Ambas tenían mucho en común, muchas historias y suficientes trotes por el mundo como para llenar horas y tardes enteras de parloteo. Muchas veces salían a caminar a orillas del mar, se contaban sus cuitas, compartían sus alegrías, sus proyectos. También a veces se cocinaban sus ricos platos, les gustaba ir de compras, pasarse al cine. La verdad es que se lo pasaban muy bien juntas.
Y así fueron pasando los meses, los años, sin apenas enterarse de que estaban dejando atrás su juventud y entrando en la madurez. En fin, esa etapa de transición que clama un regreso, unas raíces, volver a la tierra que les vio nacer.
Recuerdo bien el momento en que una de ellas, comenzó a plantearse su regreso. Decisión tal vez, influida por la evidencia de que el tiempo le pisaba los talones y era hora de deshacer el camino de vuelta a casa. Así pues, un día se despidieron las dos amigas, una partía y la otra se quedaba. Entre abrazos y lágrimas fue la despedida.
Al principio eran frecuentes y extensos sus mensajes, pero poco a poco, con el paso de los meses la comunicación se fue perdiendo y haciendo más y más escasa, hasta quedarse en nada.
Y un buen día, la amiga arribada, mientras revisaba algunos recortes, se topo con un montón de fotos donde ambas aparecían pletóricas y felices, viviendo las mil y una aventuras en esa ciudad maravillosa que las había acogido. Por primera vez supo que la nostalgia dolía, empezó a preguntarse qué sería de su amiga, de la que no sabía nada hacía ya años.
Fue doloroso contemplar esas imágenes de tiempos tan felices e irrecuperables.
Le hizo daño recordarla, le dolió su ingratitud, le dolió su olvido. Llegó a pensar que tal vez ya no vivía, que podría estar muerta. En todo caso supo que nunca más la volvería a ver, y darla por muerta era lo mismo que si existiera en algún lugar de allí fuera.
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